viernes, 12 de junio de 2009

La historia del loco de la calle que murió por mala suerte

El policía federal venía de un mal día de trabajo. Tenía cierta prisa por llegar a su casa después de su turno. Para su suerte, topó con un cierto incidente afuera de un bar por su ruta de regreso. Más que una llamada del sentido del deber, fue una atracción natural hacia la violencia lo que hizo girar su volante y llegar al punto donde clientes del bar y trauséntes casuales se reunían a ver el espectáculo del loco.

Era un tipo que bajo las alucinaciones de la droga y el alcohol gritaba - precisamente - como loco y aventaba objetos por doquier. Nadie se atrevía a controlarlo hasta que nuestro policía protagonista llegó. Le solicitó detenerse porque si no lo iba a tener que arrestar. Por toda contestación, el loco tomó una piedra y la aventó contra el parabrisas de la impecable camioneta blanca sin marcas de nuestro defensor federal. Este, viendo que las cosas se ponían pesadas, sacó la clásica y escandalosa torreta roja y la colocó encima de su vehículo indicando su autoridad. El loco lo vió como un reto más y con precisión de pitcher privilegiado, destruyó también la luz roja con una tiro magnifico.

El policía, ya molesto después de dos advertencias, tomó su pistola y le dió únicamente cinco balazos. El loco no pudo detenerlos con sus piedras y murió en la calle. Minutos después llegaron policías locales y estatales justo como en las películas, hacia el final cuando el asunto ya se había resuelto.

Una vez identificado quién había matado al loco callejero de las piedras, el incidente no pasó a mayores entre las corporaciones policiacas. Se archivó como una agresión a la autoridad y nuestro elemento fue informado que sería transferido a otro estado del país para evitar latosas pugnas y procesos locales.

Unos días después, un cierto reportero de periódico local, indagó un poco más sobre la muerte a tiros en la vía pública de un loco borracho a manos de un federal. Publicó el lado trágico que la familia del muertito tenía y cuestionó el exceso de violencia utilizado contra alguien que no representaba una amenaza mortal seria. Este reportero fue amablemente invitado a subir al automovil de nuestro amigo policía un par de días después. Nuestro federal le explicó con varios métodos de convencimiento de vanguardia cómo su vida sería más bonita y plácida si simplemente publicase un desplegado en el mismo periodico desdiciendose de su estúpido artículo amarillista.

El periodista, que bien aprecia su vida y entiende mensajes serios como otros seis mil millones de personas, decidió proceder así y al día siguiente de su cafecito con el Fed publicó notoriamente un escrito dando a conocer que tuvo un lapsus brutus al denunciar a un intachable agente federal garante de la ley y el orden.

Yo pagué menos de tres treinta pesos por un chófer de veinte minutos, aire acondicionado, música relajante y una historia real contada por su protagonista. Al bajar, el conductor me dio su tarjeta para cualquier otra ocasión y yo le dí una buena propina. No consideré inteligente dejar enojado a alguien que recién me había comentado una historia de muerte en su pasado. Una de tantas, como bien me dejó en claro durante el relato.

Y ahí me dí cuenta lo listo que puedo ser a veces.

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