jueves, 30 de abril de 2009

El mejor club

Dedicado a Periquita y a los niños que conozco y a los que no.
Y a la nena insistente.
Y a todos nosotros también.



El niño desconocido tiene sed.


En la casa de al lado, un albañil trabaja afanosamente desde hace unos días. Ignoro que es lo que hace, pero debe ser un trabajo duro porque ya le ha tomado muchas horas de varias jornadas y sobretodo, porque debe hacerlo bajo el implacable sol de Mayo que en la ciudad es algo así como el frío de invierno en Moscú.

Cuando hace unos días las autoridades decidieron suspender las clases de todos los niveles en todas las escuelas del país debido a la exponencial propagación de la fiebre porcina, muchas cosas se fueron al caño: exámenes programados, proyectos a medio concluir, excursiones largamente planeadas, pero más importante resultó la pérdida de la celebración del día del niño.

Y esto no es un hecho banal ni insignificante. Diría yo que celebrar el día del niño es celebrarnos a todos, y aunque no quisiera restar importancia a otras causas, celebrar al niño es prioridad sobre celebrar independencias, mujeres, goles, derechos humanos y demás. Y si lo digo así, es por la sencilla razón que todos somos y/o fuimos niños en algún punto. Y no todos tenemos independencia, no todos somos mujeres, ni metemos goles ni gozamos de plenos derechos humanos, etcétera.

El día del niño es importante, y por eso debemos celebrarlo. Imagina qué tan diferente pudo haber sido el mundo si a ese Adolf H. malvado le hubiesen dado cariño y amor al menos un día al año en sus tiempos infantiles. Hay pocas sonrisas tan sinceras hoy en día que saber que los niños acaparan muchas de ellas resulta todo un alivio salvador.

Les decía del albañil que trabaja al lado de mi casa. Hoy noté que traía un ayudante, un niño sano y resuelto, algo confundido por no saber su lugar en todo este embrollo de adultos, quien lo ayuda de sol a sol. Probablemente el campeón - que anda en sus 8 ó 9 años - preferiría estar jugando fútbol con sus amigos, o molestando a los otros en la escuela, o viendo fijamente la nuca de la niña que le gusta desde su pupitre, o pintando historias increibles en las hojas de cuaderno que sirven para crear, crear y crear.

Pero nuestro campeón está trabajando, porque a papá le dijeron que tenían que cerrar la escuela y ahora no hay nadie que lo cuide en casa. Seguramente mamá también está trabajando y le resulta imposible llevarlo con él. Así que ayudar a papá con el trabajo en el techo de una casa un Jueves 30 de Abril fue su destino muy particular.

Yo lo saludo y le regalo agua como para dos horas. Espero me pida más. Regreso adentro de la casa y casi espero encontrarme dulces y juguetes como para decirle "¡mira lo que encontré!" e invitarlo a jugar - con el permiso de papá - y así al menos darle un día del niño decente a alguien en medio de una pandemia. Pero no hay dulces, ni tengo juguetes. Dudo que platicar con él del último libro de Alvin Toffler o sugerirle ver la mejor temporada de los Soprano le emocione.

Perdí la membresía del club de niños hace años, pero por todo lo que esa organización, esa edad, y esos recuerdos me dejaron, debo contribuir a que sus nuevos miembros se sientan igual o mejor que yo durante su experiencia en el mejor club al cual cualquier persona pertenece alguna vez: la niñez.

Y tendré más dulces y recuperaré algunos juguetes. Solo por si acaso.

domingo, 26 de abril de 2009

Cuernavaca y logaritmos

"Después reflexioné que todas las cosas
le suceden a uno precisamente,
precisamente ahora."
- Jorge Luis Borges

Dedicado a MCA: "Cuando yo estuve en el ejército..."

La cámara de televisión grababa diligentemente todo el movimiento en la terminal. Yo sentía ser parte de una película de ciencia ficción de esas en las que el mundo está por acabarse. El hecho que centenares de personas estuvieran usando cubrebocas y decenas de soldados custodiaran el área ayudaba mucho al efecto dramático de mi film personal en la Ciudad de México.

Mientras esperaba pacientemente en la fila del mostrador, cavilaba sobre cómo hacerme millonario vendiendo camisas al estilo "Yo sobreviví a la pandemia de la influenza porcina", pero estoy seguro que ella no me dejaría. Su justo reclamo por abandonar la urbe que en ese momento era el centro del universo mediático me resultaba exagerado, pero hay cosas contra las que uno no debe luchar. Hay que escoger bien las batallas.

- El autobus más pronto a Cuernavaca, por favor.

La linda cajera operó su computadora contemporánea del Atari y roboticamente me cobró los boletos. Posteriormente, como para resarcir su frialdad inicial, me regaló cuarenta y cinco segundos de su tiempo para indicarme cómo no morir en el intento de encontrar el andén correcto. Huimos y en cuestión de minutos desaparecieron los tapabocas que tan surrealistas nos hacían ver.

Pero me estoy adelantando. Dejenme comenzar por el principio. Dicen que así siempre es mejor.

Después de pasar seis días en Pachuca - ciudad niebla - el plan iniciaba.

- ¿Cuál plan?

Se paciente, inquieto lector.

Ciudad de México. Comida en Reforma en uno de esos restaurantes de nombres impronunciables. Teatro. Hard Rock. Librerías. Piratería. Cansancio. Tal era el plan.

Era.

Ahora estoy escribiendo esto en la hermosa habitación del primer hotel boutique que uso en mi vida. Escucho claramente el aire jugar con las hojas de los frondosos árboles que enmarcan mi vista de fantasía . Si dejo de escribir un poco y giro mi cuello puedo ver mi envidiable terraza. Cien dólares la noche dan derecho a una terraza bonita y un baño que sería departamento en los estándares de nuestro querido tercer mundo.

Estoy en Cuernavaca.

El Hotel boutique La Casona Galerías es eso realmente: un caserón que un buen día alguien con visión comercial decidió transformar en hotel. Desde Enero de este año el concepto varió a hotel boutique donde se expone arte bastante digerible y no. Las exposiciones de Arturo Vázquez Navarrete, Rafael Alfaro y Leonardo Vázquez son agradables, lo menos, pero gastar - lo mínimo - setecientos dólares en una fotografía es algo que aún me rebasa. Por muy impactante y bien presentada que esté - y lo están - no es mi tiempo para volverme coleccionista viajero de arte local. Es por ello que saboreé las exhibiciones con lentitud, sabeedor que mis dieciocho horas en éste lugar daban tiempo suficiente pra ello. Si vienen a este hotel, pidan la habitación 11 y digan que yo los recomendé. Cuidado con el agua en la ducha porque al quererla caliente, sale casi hirviendo. Y lo opuesto para la fría.

Pero antes de Cuernavaca y La Casona estuve en la Ciudad de México. Y no, no pude seguir el plan. ¿Y cuál es el caso de quedarse atrapado en una habitación de hotel en el Centro Histórico todo un fin de semana si las actividades han sido suspendidas y tienes que ir con cubrebocas patrocinados por el ejercito en las calles a todos lados?

Así es: ninguno. Lo mismo pensé.

Esa noche que permanecimos en la capital caminamos a todo lo largo de la calle Madero y notamos que la gente aquí parecía no haberse dado por enterada que el resto del país tenía en esos mismos instantes una paranoia propagada gratuitamente por los informadores al hablar de la influenza porcina cada, digamos, cinco putos segundos.

Quedarse en el Tulip Inn Ritz no fue la mejor opción, pero en nuestra defensa puedo decir que el hotel luce mucho mejor en su sitio web. Algo así como una cita a ciegas donde primero recibes la foto del galán(a) en pose sexy y sin imperfección alguna. Está bien. Hay que venderse, pero ahora por engañarme han perdido a mis más de tres millones de lectores como potenciales huéspedes. Comer en un lujoso restaurante de Reforma se volvió Italianni's en la plaza junto al Sheraton Centro Histórico. Ir al Hard Rock Café se volvió disfrutar de una botella de Torres X en la habitación. El teatro se tornó en cambiar los nueve canales de televisión del cuarto y ver a la gente caminar tranquilamente desde mi ventana del quinto piso.

La única parte del plan que sí cumplí fueron los libros y la piratería. No tuvimos que caminar más de setenta y nueve pasos para adquirir las últimas series perfecta - e ilegalmente - dispuestas para nosotros los hambrientos consumidores de historias devedéscas.

Ya por último fuimos a mi librería favorita a catorce pasos del hotel y adquirí el fabuloso "Matemáticas simplificadas" que ignoro cuándo realmente voy a estudiar, pero que el sólo hecho de tenerlo me provoca emoción, como aquella experimentada al comprar otros textos académicos en la Universidad que me hacían pensar que efectivamente los dominaría. Uno se engaña a veces demasiado con la excusa de la juventud.

Stop. Salto. Listo. Ahora estamos en Cuernavaca.

Mientras ella exploraba el baño con una linterna y provisiones, yo salí a mi terraza - su baño, mi terraza - y comencé a leer mi nuevo libro. ¿Sabías que el logaritmo de base 10 no lo desarrolló Napier, sino un amigo suyo? Yo tampoco, y si a esas vamos, tampoco recordaba los mentados logaritmos por si mismos, aunque esto tal vez se deba a que nunca los aprendí.

Mi invariable Camel's Natural Flavor y la refrescante naranjada mineral - pide una jarra, está muy buena - me hacían compañía y parecían disfrutar la lectura y la idílica vista simultáneamente igual que yo. Los minutos pasaron y aprendí todo lo que se debe aprender de los logaritmos para poder andar tranquilo por la vida. Y reflexioné en los raros lugares que uno escoge para aprender. Después de varias aspiraciones y mucho humo exhalado, caí en la cuenta que mi idea no era precisa: uno no escoge los lugares para aprender, son los lugares los que lo escogen a uno.

jueves, 16 de abril de 2009

Otoño tornasol

Dedicado a Acapulco

Aquel ajustado vestido tornasol caía majestuosamente sobre su cuerpo de princesa. Se escucharon muchos cuellos tronar a su paso y más de un galán murió por un disparo de desprecio e ignorancia al querer entorpercer su camino.

- ¿Dónde has andado? Quiero estar en tu mesa - exigió con su melodiosa voz llena de acento.

Expresé alguna vaga explicación dándome más importancia de la necesaria. Seguimos platicando. Los proyectiles balísticos lanzados desde distintos pares de ojos por todo el salón eran evitados por el escudo protector de nuestra mutua atracción y ningún otro interés.

Recordaré siempre esa noche por la gala y fastuosidad, también por los asistentes con los que eché raíces, pero sobre todo por la chica más hermosa de la fiesta que fue toda para mi. Tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol son las otras cosas que dicen hay que hacer en ésta vida. Sin embargo hoy yo les digo que tampoco nadie debería morir sin experimentar la sensación de estar en lo alto del mundo como me ocurrió a mi en un otoño de hace ya mucho tiempo.

Nos tomaron una foto que de aquellos días resultó la mejor y la más emblemática. Un poco irreal por el toque logrado al posar. No una pareja, no una foto más: la foto de los dos, la que hablará de nosotros cuando ella no se acuerde más y yo escribir no pueda ya.

Ayer me buscó y no me encontró. Hoy le contesto escribiendo esto. Ni pensar entonces en lo que haría si la vuelvo a ver. Recordé que sus hombros al descubierto y la espalda semidesnuda me hicieron imaginar a la Trinity de Matrix en la fiesta, pero ella tenía un aire o porte más de Letizia. Y luego concluí que no era ninguna de esas dos sino algo mejor. Algo tangible.

Esa fue mi noche: la noche iridiscente que hace a un hombre pensar que ya puede morir y dejar una leyenda tras de si.

lunes, 13 de abril de 2009

Nena insistente

Saludar a alguien que no conoces para darte cuenta que el saludo de esa persona no iba dirigido a tu humanidad sino a alguien detrás de ti es una vergüenza común compartida por probablemente cada uno de los habitantes de este planeta. Después de ocurrir una treintena de ocasiones aprendes y te vuelves más cauto con tus saludos, volteas y te cercioras que efectivamente eres el individuo al cual el saludo busca.

O al menos es lo que he aprendido después de mil resbalones sociales.

El problema con volverte precavido es que entonces tiendes a ser muy precavido. Ahora te ahorras saludos y gestos y quedas como el mal amigo que ni siquiera volteó los ojos para reconocer a alguna amistad equis en la calle. Es un dilema: quedar como el tonto que saluda a todos sin ser requerido, o quedar como el maldito rompecorazones de pollo que no desea socializar con nadie. Hay que bailar entre ambos extremos para ir sobreviviendo a la marea de compromisos.

Hace unos días, y esto sí es una historia real, me encontraba sólo dentro del área de fumar de un restaurante bar. Cosa rara pero pedí vodkatonics y disfrutaba de mi cigarro en lo que hacía tiempo para la amena compañía. El lugar estaba atestado de familias vacacionistas que lejos de irse a meter a un lugar típico, optaban por abarrotar una cadena restaurantera que igual podían visitar en sus lugares de origen. Veía la televisión a falta de ponerme a tontear con el celular como chamaquito ansioso.

Tap tap.

La ventana del restaurante bar que dividía el mundo de los borrachos fumadores de las familias cubría todo, desde el piso hasta el techo, desde China hasta la Antartida. Volteé y un lindo pedacito de gente con cabello no muy largo, blusita color azul cielo y sonrisa pícara me observaba con curiosidad. Volteé hacia el televisor intentando mantenerme interesado en la vida a fondo de una escudería de fórmula 1 que ...

Tap tap.

Y ahí seguía, paradita, sonríendo y mirándome. Volteé sobre el sentido de su visión para descubrir a algún familiar jugando con ella a la distancia; era lo más lógico: alguien haciéndole gestos y yo estorbando con mis kilos en medio de ellos dos.

Pero no, no había nadie. Lo comprobé como ene veces.

Tap tap.

Le sonreí y se alegró. Envidié tener su edad (tres o cuatro años) y poder alegrarme que un extraño me sonriera. Levanté la mano y la saludé discretamente. Me saludó y se fue corriendo a la lejana mesa de mamá, papá, y compañía. Era una mesa tan lejana que realmente no podía ver dónde estaban ubicados desde mi posición. Es una distancia alcanzable facilmente con un lanzamiento al jardín central desde home.

¿Otro Vodkatonic, señor? ¡Sí! qué caray.

Tap tap.

La niña insistente regresaba a saludarme de nueva cuenta. Me sonreia, agitaba su manita y yo hacía lo mismo con mi manota unas cinco veces de tamaño más grande que la suya. De alguna manera un resorte interno le apretaba, la hacía brincar, se despedía de nuestra muda plática y se iba corriendo como quien no tiene miedo de romper algunas platos y causar molestias a otros comensales.

Sorbí plácidamene mi tercer vodkatonic - mi límite - y seguí mirando la televisión. Mucho había cambiado porque ahora yo quería seguir jugando con la niña traviesa de los saludos. Veía la pantalla pero cada cinco segundos giraba mi cabeza para ver si ya estaba parada en la ventanota. Escuchaba mentalmente tap taps que no ocurrían en realidad e intentaba buscarla allá en la lejanía de la zona de home run.

Ya nunca regresó. De entre tanto agitar la mano no supe distinguir cuales habían sido bienvenidas y cuáles despedidas.

Pasa.

viernes, 10 de abril de 2009

El Secreto

En una noche de no sé qué día de un mes olvidado nos reunimos porque podíamos hacerlo. Acudió gente de todos lados del país en un caótico y desordenado peregrinar. Coincidencias gratas de amigos en la ciudad patrocinados por sus respectivas empresas esa noche en especial.

Saludos, besos, abrazos, apretones de manos, chistes, discursos, brindis y más brindis en nuestro lugar. Llegó uno de los asistentes que vemos muy poco, y nos entregó unos devedés con la leyenda clara y fuerte al frente: El Secreto. Ví el redondo y flamante disco y le pregunté si había acción, violencia o sexo en la película. Me sonrió de manera paternal y me dijo que tenía que verla, y que después le podía dar las gracias. Yo dí una larga calada a mi Camel's y le adelanté el agradecimiento en forma de humo. Luego ignoré el disco y el comentario durante todo el resto de la larga velada. Pedí a la chica que fuera linda, hiciese algo y que guardase el devedé en su bolsa estilo maleta-para-viajar-a-Europa que no solo almacenaba inseguridades, maquillaje y otras tonterías sino que ahora también mis regalos por igual.

Al día siguiente encontré junto a mi el devedé con el intrigante título. Lo tomé con una mano y con la otra me despabilé. Encuentro todo ridículo en la mañana posterior a una borrachera, pelea, reunión, discusión, cigarros y todo los asuntos periféricos que conllevan los anteriores. Decidí no despertar del todo todavía, así que jalé la laptop - remanencias de mi época geek: la laptop no puede estar más de un brazo alejada de mi - y sin previa advertencia o palabras bonitas, introduje el disco. Véamos de qué se trata ésta chingadera, pensé.

Al ver los primeros treinta minutos, estuve a punto de tomar camino y aventar El Secreto a mi estimado conocido que me lo había regalado menos de 24 horas antes. Pero entre tener que levantarme, y llegar a donde quiera que se encontrara abrazado a su amorcito, decidí que bien podía terminar de ver toda la pinche película y así acumular más furia. Igual y con suerte hasta revelaban cuál era el putisimo secreto.

Y así fue. No tuve que esperar mucho. Por ahí del minuto 40 de la filmación mencionaron en qué consistía el secreto, la Ley de la Atracción. Explicaron, y explicaron, ejemplificaron y ejemplificaron, defendieron y defendieron que todo lo que decían era cierto, por dioscito santo. Esta ley, apoyada por físicos, doctores, matemáticos, metafísicos, guías espirituales, empresarios, religiosos, y gente común y corriente en la película, te puede cambiar la vida.

Ya en este punto, mi cerebro comenzó a funcionar y recordar que efectivamente había visto el libro de la película (¿o es ésta la película del libro?) circular entre algunas de mis amistades más esotéricas, metafísicas, amantes del feng-shui y practicantes de las flores de Bach. Incluso, había escuchado cotilleos en esos mismos circulos sobre un libro llamado El Secreto y en alguna ocasión una de ellas lo había dejado en un radio a menos de cinco metros de mis manos. Recuerdo, como entre neblina, que lo tomé, leí la primera página (nunca leas el resumen de la parte de atrás porque siempre pinta maravillas) y con eso me dí cuenta que si ese libro y mi interes fueran aviones, el libro estaría unos diez mil pies por debajo del vuelo de mi aeronave.

De algo pueden estar seguros: la misma horda que alaba Angeles y Demonios y El Código Da Vinci de Dan Brown, es la que compra y recomienda ésta guía de la resolución universal de problemas. Es el mismo conjunto de personas que confunden éxito$ literario$ con buena literatura, y que pueden llorar en un concierto de sus cantantes favoritos. No es ataque; mera descripción.

Pero una cosa es perder tiempo leyendo un libro que uno no quiere leer, y otra es ver una película con una horda de fanáticos enloquecidos y con un guión apabullante - porque literalmente te noquea el craneao escuchar las bondades de "El Secreto" tantas veces continuas. Lo segundo - ver malas pelis - es pasable, y después de noventa minutos, puedes comenzar a olvidarlo. Saber que leíste, digamos, el libro vaquero y novelas rosa de Jazmin y que eso te emocionaba en la secundaria es una vergüenza que te seguirá de por vida. Ver películas estúpidas sin sentido se vuelve un crimen no capital que todo el mundo comete todo el tiempo.

Mi crítica parcial de "El Secreto" se debe a que no cambió mi vida, pero aquella reunión donde lo recibí, sí.

Una prueba más de su efectividad, podrían argumentar los defensores de la tesis de la ley esa.

Whatever, diría yo. Porque a mi juicio, no hay más secreto que el por qué de algunas cosas. Y hasta eso, sólo de algunas cosas.

domingo, 5 de abril de 2009

Refréscate

Dedicado a la Liga Extraordinaria

Mezclas Sprite con cerveza, le pones una pizca de ciertas cosas que no recuerdo, y tendrás algo llamado Cebada Split. Realmente no es la gran cosa, pero sabe diferente al paladar.

Ahora que si no andas de humor para nuevas tonterías etílicas, mejor tómate un Sprite.

Ahora ponte tus lentes de sol.

Saca las bermudas.

Agarra esa playera clara.

Disfruta la brisa fresca.

Sonríe al sol radiante.

Contempla el mar hermoso.

Y deja de leer mi blog, que yo me voy por unos días y tú deberías hacer lo mismo.

miércoles, 1 de abril de 2009

Estaba escrito

Para Latika

La primera vez que recorrí la India fue con la saga de la familia Zogoybi. Llegó este libro de Salman Rushdie a mis manos antes que mi intelecto estuviese listo para entenderla. Tuve que leer la novela unas cuatro veces para por fin entender la idea general, que no todas las palabras. Rushdie tituló a este libro "El último suspiro del moro" y es uno de los relatos más traumantes, tristes, vívidos y majestuosos que de una familia empoderada se hayan hecho. El relato abarca los humildes orígenes en el negocio de las especias en la lejana India y como a través de extorsiones, genialidades, ideas, oportunidades, atracos, robos y golpes de suerte las cuentas bancarias se fueron haciendo estratosféricas.

Al llegar a la última página sentirás que has vivido unos seis meses en Bombai, visitado Calcuta y convivido con la poderosa clase alta y sofisticada que lo mismo tiene tentaculos en Bollywood que en los barrios más bajos, donde la vida es - literalmente - de película.

Y tal es la idea que se le ocurrió a los chicos que rodaron "Slumdog millionaire" ("Quisiera ser millonario" en español) al retratar la épica historia de Jamal Malik desde su infancia rodeada de pobreza y maltratos hasta el día actual, donde junto con su hermano, resume ambos lados de una pintura social donde el poder, codicia y venganza combaten como siempre al amor y lo que lo rodea.

Jamal me recuerda a varios compañeros de bachillerato muy listos, pero carentes de oportunidades para desarrollarse educativamente hablando. Es del tipo inteligente callejero, que si no fuese astuto no podría haber sobrevivido amenazas, persecusiones, y demás.

La película ganó el Oscar con todo derecho. Las escenas surrealistas de la India pobre, los dialogos llenos de ideas frescas, los personajes complejos como cualquier ser humano real - y no simplemente divididos en gente buena y mala - y claro, el soundtrack que no deja de extasiar durante todo el film son factores más que suficientes para hablar lo mejor de este trabajo.

Si gana o no los veinte millones de rupias es algo intrascendente al final de la jornada de Jamal. Lo sabe él y todo aquel que se pone en sus pantalones intentado llegar a Latika. La muy canija.

Y es que a veces simplemente no sabemos cuál es el verdadero premio.