martes, 5 de mayo de 2009

Varios kilómetros al sur

Todo indicaba que sería un lugar peculiar desde el instante en que el hombre que portaba el chaleco estilo reportero, gafas, gorra, barba de diez días y modos de ex-presidiario resultaba ser la casa de cambio. La seguridad durante la transacción no era más alta que aquella que podría haber tenido al sacar mi cartera para comprar una revista en cualquier estanquillo en una megalopolis de más de 10 millones de habitantes. Aquí, con muchisimo menor número de personas, hacía calor. Los taxis eran feos. El vuelo había sido fatal. Dado lo anterior me enfilé hacia el hotel que, gracias a Dios, había sido pensado para los americanos que necesitan algo que les recuerde su hogar cuando andan tan perdidos por el mundo. Así pues todas las comodidades en las habitaciones estaban implicitas y garantizadas. Y si no, bastaba con llamar a recepción.

Como buen amante de la alta tecnología en ese entonces me preocupé por mi conexión a internet. Apenas cerrar la puerta y dar una buena propina al botones - que no hizo mucho realmente - inicié conferencias por webcam, voz, texto, envié archivos. Al ver que el ancho de banda era respetable, procedí a la siempre aburrida tarea de desempacar una maleta que ya odiaba los cuartos de hotel. Abrí las cortinas ampliamente con ánimos de saltar después y descubrí que mi vista era tan deprimente como podría serlo desde cualquier otro punto de la ciudad. Me contenté en saber que no permanecería más tiempo del estrictamente necesario en este lugar. Apenas cuatro días, o algo así.

Me presenté a mis anfitriones, platiqué banalmente por un buen rato en el lobby, fumé, pedí algo de tomar, y seguí conectado. Después tuve mi participación. Hablé de lo que tenía que hablar, hice lo que tenía que hacer, presenté lo que ellos tenían que ver. Las dos horas para las cuales me había tenido que desplazar más kilometros que los que alguna vez caminaría en mi vida pasaron rápido.

Durante una de las dos o tres cenas a las que asistí en esos días con mis nuevos amigos temporales me dí cuenta que todos me miraban raro. No, no tenía lagañas, mi nariz estaba limpia, y no, tampoco había regado salsa o algún otro tipo de comida sobre mi barbilla. Resultó que era mi ser mexicano lo que les llamaba la atención.

Yo era algo así como una atracción. Esta gente estaba tan infectada de Televisa y TV Azteca como nosotros de MTV y demás estupideces. Sabían mucho mejor que yo los nombres de los famosos de la tele y el calendario de partidos de la primera división de México. Me preguntaban sobre los candidatos presidenciales y tenían una fuerte opinión política favorable ya sea hacia el PAN, el PRI o el PRD. Jamás en su vida podrían votar como mexicanos, pero ganas no les faltaban.

Cometí el catastrófico error de mencionar mi ciudad natal, y muchos ojos brillaron al asociarla automáticamente con una canción muy famosa de table-dance. Fui casi obligado a bailarla para gusto de todos. Apenas me salvó mi status de representante de la organización que me había enviado a la mentada ciudad perdida. Después de insistir gradualmente cada vez más firme como quinientas veces, se acordaron que yo era un invitado y que me debían tratar bien, y que eso incluía no hacerme lucir (tan) ridículo con mis torpes y casi nulas habilidades de baile.

Uno de los chicos que se acercó a platicar conmigo mientras esperabamos el transporte que nos llevaría a un lugar perdido cerca del lado caribeño de ese pequeño país me contó su historia de amor con una mexicana radicada en la capital. Conocía - sin haber estado jamás - lugares emblemáticos que a mi tal vez me sonarían como la descripción de la Plaza Roja en Moscú o bien, el interior del palacio de la realeza noruega. Interesantes, pero no accesibles inmediatamente.

En mi vuelo de regreso, me sentí contento de saber que mi país era apreciado tanto en el exterior. Pero me dí cuenta que si nos admiraban tanto era resultado más de nuestro bombardeo mediático e invasión de nuestros productos - e ideas - chatarra que por genuino interés en llevar nuestro estilo de vida y emular lo bueno que sea que tengamos. Resultabamos ser los gringos de los centroamericanos, que alguien con poca orientación geográfica-política podría confundir con estados muy sureños de nuestro país.

Justo tal como a veces algunos se confunden y piensan que nosotros somos un patio trasero al que sólo hay que cuidar de vez en cuando.

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