sábado, 18 de octubre de 2008

Fin de semana en el bosque

La cabaña yacía en el lugar más indicado de cualquier bosque poblado por árboles impresionantes y especies tan exóticas que muchas no han tenido su momento de gloria en el Animal Channel aún. Ahí no había mucho que hacer más que sentrse a pensar, sentirse hormiga ante la inmensidad de las celestes montañas que rodeaban el lago del tamaño aproximado de algún pais balcánico y hacer al amor unas diez veces al día.

Bueno, lo de hacer el amor unas diez veces al día en ese clima tan helado sonaba muy bien si tan sólo pudiera solucionar el detalle de no haber llevado a su novia consigo. Luego recordó que antes de lamentar la cuestión de su mujercita debía meditar y asimilar seriamente el inconveniente de no tener una, lo cual - siendo honestos - resultaba la semilla de toda la discusión en sí.

Dos semanas atrás, cuando compraba los víveres para esta aventura de fin de semana en el supermercado más colosal de la ciudad, tropezó con una imagen que se fijó a su mente como una garrapata a un perro callejero. La mujer en sus tempranos cincuenta años contemplaba con expresión glacial los artículos de su carrito de compras. La rodeaba todo un ejército de compradores en el área de frutas y verduras, pero en realidad estaba tan sola como un presupuesto extra-limitado lo podía poner a uno. Ella hacía las matemáticas mentales necesarias para poner algo de jodido pan en la mesa y no morir en el intento. Y estaba sola en esa empresa. El la observaba a la distancia a la vez que escogía algunas papas y tomates ingenierizados pra lucir como top models del mundo vegetal.

Pasó unos veinte minutos en esa sección hasta que la perdió de vista en la lejanía de las cajas registradoras no sin antes notar la cantidad de cosas que la mujer expulsó de su compra. Había tenido una batalla mental con el dinero y las necesidades alimenticias básicas, y para sobrevivir habían sido necesarias algunas bajas.

Y así exactamente se sentía él. No perdía batallas por dinero, pero sí por felicidad. En las reuniones de fin de semana era el alma y - como aquel Garrick de Juan de Dios Peza - nadie conocía su secreto: la extrañaba, y mucho.

Y si la señora del supermercado miraba, abstraída, su carrito de compras, él hacía lo mismo con su copa y su cigarro, hasta que alguien lo rescataba de su ensueño.

Todo eso indicaba más claramente, al solaz del ruido del viento con las ramas, que había sido un estúpido por perderla. La cabaña se lo decía a cada momento que hacía sonar únicamente un par de pasos a la vez. El lago se lo decía también al reflejar un rostro agobiado sobre el agua cristalina. Incluso las montañas clamaban su estúpidez al dibujar el contorno perfilado del cuerpo de ella justo como cuando volteaba sobre su costado en la cama para platicar con él.

Regresó pues a paso lento a la cabaña después de aburrise en su intento de lograr cuatro ondas seguidas sobre el lago con piedritas de formas y colores extraños. Hacía frío y le molestaba darse cuenta que debía ponerse la chaqueta de cazador que ella le ayudó a escoger. Decidió que no se iba a enojar por cada uno de los pequeños detalles que le recordaran a la personita en cuestión, porque hacerlo sería en vano y lo llevaría al borde del suicidio...pero es que hasta la puta cabaña la habían adquirido entre los dos.

Si era una buena idea pasar ahora tiempo solo aquí en el bosque, estaba por verse.

Sacó su navaja tipo MacGyver y peló un par de naranjas cuando notó las primeras gotas de una luvia que esperaba un poco más tarde. Se aseguró que la camioneta estaba sobre suelo firme y apenas azotó la portezuela del conductor el torrente inició su trabajo. Se resguardó rápidamente y se sentó en el falso sillón viejo de cuero adquirido en la tienda departamental donde igual compraba un iPod que un buen vino Rotschild. Abrió el libro que había traído consigo para por fin terminarlo y leyó durante un par de horas, luchando a ratos con la disracción mental de ella abrazando y besando a quien quiera que fuese ahora el siguiente.

Cuando por fin logró concentrarse en los intricados de un asesino cosmopolita y asombroso amante del más fino concepto inventado alguna vez en Japón, el cansancio de sus ojos invitó al sueño a hacerse cargo del resto de su cuerpo. Y, para cerrar el día con justicia, soñó con ella.

Dos días después, apestando a todo lo posible menos a ser humano, activó la doble tracción y presionó a fondo para comenzar la verdadera aventura: regresar a la cotidianidad sin morir de tristeza por ello.

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