martes, 6 de enero de 2009

Franz Miller

Le dijeron que no lo hiciera. Caminó diecisiete letales pasos desde la puerta hasta la pendeja camioneta. Ahí quedó hecho pedacitos. Ello debido a que las granadas a cinco centimetros del cuerpo humano suelen dejar ese efecto.

Gritó algo en alemán al darse cuenta de su precaria situación.

Y nadie entendió.

A mi me recordó al mito de Einstein cuando falleció en aquel hospital en Estados Unidos. Dicen que dijo sus últimas palabras en alemán tambien, pero que la enfermera a cargo lo hablaba tan bien como yo sé tocar el violonchelo. Y entonces, tal vez algún elemento olvidado, secreto o no esclarecido en su mente sino hasta el momento final, se perdió por la utilización del idioma incorrecto.

Este amigo alemán de nosotros que salió volando y escupiendo improperios teutónicos puede no haber dicho nada brillante. Pudo haber sido un "amo a Elisa", o "se van todos a la chingada", "diganle a Peter que soy su padre" o alguna simpleza por el estilo. Nada de ello iba a cambiar el mundo como lo que no sabemos de su compatriota físico y genio.

Nuestro alemán se llamaba Franz, como la mitad de los hombres de Alemania. Y tenía por apellido Miller, como la otra mitad. Así pues el insondable Franz Miller murió en la guerra al narcotráfico porque no entendía español y nadie se tomó la molestia de gritárselo ni siquiera en inglés.

Lo conocí en Berlín. Tomamos mucha cerveza en esos bares que gustan de poner su sello distintivo sobre la espesa espuma que muchos en mi lugar de origen detestan. No hablaba mucho, pero tenía ideas profundas. Sus ojos mostraban ese fulgor por participar en un desmadre de ensueño. Llámalo revolución, guerra, levantamiento, coup d'état, conspiración, o algo por el estilo. El por qué aún no lo había hecho únicamente se entendía en la poca diversidad de sus principios. No podía apoyar cualquier causa per se. Esta tenía que venir a si, como la magia atrae a los niños. Y llegó. Y lo enviaron al medio oriente. Un lugar que lo excitaba tan bien como cualquier otro.

- Era el tipo de lugar donde podía dormir, despertar, desayunar y matar a alguien justo a tiempo para la hora del maldito brunch del mediodía y luego fumar un cigarro para nunca más pensar en el pobre infeliz que volé.

Era tal la forma en que resumía su paso por unas cuantas naciones arabes de nombres confusos.

De hecho, también resumía así sus aspiraciones bélicas. Que no la vida.

Luego llegó a Chiapas. Se unió a los locos - y fanáticos - italianos cuyos problemas en su país no les bastaban para quedarse en aquellos rumbos. Se vistió de lo que le decían que tenía que ser. Overol blanco y algunos adornos para hacerla de valla para la protección de los chicos de un gracioso ejercito de gente de las montañas, que tenían problemas con el gobierno. Realmente no le importaban los detalles. Había un clima agradable, buen café, una cosa llamada mezcal,
y muchos extranjeros como él sin saber qué hacer con su vida. Y todo era muy, muy barato. Mejor, imposible.

Un día descubrió que su camioneta no tenía gasolina. Terminar con todo un tanque en un recorrido de menos de 3 kilometros era imposible, aunque dudó un poco de su capacidad de recolectar recuerdos inmediatos. El gasolinero:

- Si güero, veniste ayer en la mañana. Llenaste el tanque. ¿Pos qué, no te acuerdas?

Sí se acordaba. Claro que se acordaba. Pero quería que se lo confirmaran.

- Te ordeñaron, güey - le dijo su contacto de la mafia local en el bar de siempre cuando le contó su historia. Prendió un Delicados y aspiró como si fuera el último cigarro del mundo. O el primero en mucho tiempo - o algo en esos extremos - y le explicó el término "ordeñar" en su medio inglés, y medio español.

- Ya ni la hagas de pedo. Estos cabrones andan tras los encapuchaditos. Allá abajo se lo cargó la chingada a uno que les reclamo por lo mismo que tú. Chingan la gasolina, la venden y sacan pa' comprar más armas y tronarse a los marquitos. Neto te lo digo, ni le busques.

El alemán se encabronó en silencio y apuró su trago. No había venido al otro puto lado del mundo a que unos pendejos patas rajadas le robaran. Y en algo así pensaba cuando notó a dos muchachos de entre 25 y 30 metiendo una manguera en un auto viejo estacionado casi enfrente del local. La calle estaba practicamente vacía y retarlos sería un duelo estilo viejo oeste. Su camioneta en el otro extremo de donde ordeñaban el carro le dió la idea: subirse, acelerar, espantarlos y mentarles la madre. Y habría sido un plan decente si no hubiese empezado por el final.

Los gasoladrones indigenas se inquietaron poco al ver al alemán. Estaban tan acostumbrados a ver extranjeros como una prostituta a ver penes: ya nada los asombraba. Lo vieron durante dos segundos, intercambiaron un comentario en maya o algún dialecto así y siguieron aliviando al carro de su dolor por cargar con gasolina.

- Hijos de su puta madre, Was machst Du da für Scheiße? - le emocionaba poder maldecir e insultar en una docena de idiomas fluidamente.

El tono de voz alto y la decisión de un pinche güero loco acercandose con intenciones peligrosas hicieron que pendejín y pendejón sacaran la manguera y decidieran retirarse de inmediato. Al ver que saldrían corriendo y que por velocidad nunca los atraparía, Franz se replegó hacia su camioneta a la vez que los seguía adornando con improperios ahora en árabe e inglés. Sus enemigos se detuvieron, tuvieron una breve discusión que terminó con uno de ellos corriendo muy rápido calle abajo y el otro sacando algo de su morral. En ese momento nuestro querido alemán ya había logrado regresar a la puerta del restaurante, donde yo veía todo como en cámara lenta y con precisión cinematográfica de alta definición. Me hizo un gesto con su cara llena de barba que nunca sabre interpretar como "únete a mi contra estos cabrones" o "no te metas. Este es mi problema"

Pendejín le gritó una sarta de improperios que iban a la par de los mensajes de buena voluntad que el teutón comenzó enganchándole. Como jardinero central, lanzó la granada con una precisión que muchos muertos en la segunda guerra mundial envidiarían.

Y se los repito: le dijeron que no lo hiciera. Caminó diecisiete letales pasos desde la puerta hasta la pendeja camioneta. Ahí quedó hecho pedacitos. Ello, y está vez lo digo con más calma, debido a que las granadas a cinco centimetros del cuerpo humano suelen dejar ese efecto.

No hay comentarios: