martes, 25 de noviembre de 2008

Un viaje, dos mujeres mexicanas y otra más

Ahí en la habitación no había mucho que hacer. La camarera se había retirado después de pedirme mil disculpas por importunarme con su presencia para limpiar el desmadre que solamente dos jóvenes en sus veinte años pueden hacer en un hotel de cinco estrellas. Le aseguré que no había ningún problema en que estuviera ahí con la aspiradora a todo volumen y caminando tambaleantemente intentando no morir por una caída producida por algún condón en el piso, cáscara de plátano, moneda o alguna otra pendejada.

Yo yacía en la cama, vestido todavía como ejecutivo de mediano rango que sabe debe ponerse firme en el momento que su jefe lo indique, o que el teléfono de la habitación suena, al cabo es lo mismo. Las camas de los hoteles siempre me han gustado porque de todo lo ajeno que un lugar me pueda resultar, es la cama - y las almohadas - lo que significativamente me recuerda que el extraño ahí soy yo.

Escribí lentamente en un cuaderno durante una hora lo que fue la base para un cuento corto que pensé en cargar aquí. Una vez eyaculadas la mayor parte de mis ideas vía una pluma negra barata, observé el televisor y me decidí a encenderlo. Realmente no veo televisión por convicción, pero a veces resulta interesante que te absorban el cerebro y quedar en estado de semi-inconsciencia, o mejor dicho, estupidez.

Empecé a repasar los canales con impaciencia, apurado para evitar que mi amigo de ambiente llegara y quedara embelesado con Fashion TV o E! o algo así. Divertido resultó que quien quedó atrapado en el primero de esos canales fui yo.

Y ahí la conocí. Se llama Regina Marco, es una modelo mexicana y practicante de yoga y otras artes de ese estilo. Me cautivó cómo explicó - y realizó - las poses más extravagantes en su rutina matutina de media hora de yoga. Verla doblar las articulaciones y extremidades en forma que sólo creía posible con plastilina resultó el catch con el que caí. Podría hacerla mi novia si no estuviera acostumbrada tanto a los yates, restaurantes franceses y viajes en jet cada fin de semana.

Un poco apenado conmigo mismo por mi superficialidad televisiva, busqué sintonizar algo diferente y lo encontré. Los quince minutos de noticias de Canal 11, con una sonrisa fresca y sin entonaciones tendenciosas en la persona de Melissa Vega. No me pregunten cuáles fueron las notas del día, porque esos ojos y cabello me distrajeron algo bastante.

Entre todas las razones que ostento y practico para no ver la tele ahora tengo que agregar mi fácil tendencia a los espasmos por mujeres guapas fuera de lo común. Fueron apenas cuarenta minutos de televisión y ya tenía el corazón dividido en dos. Dios me libre de pasar los días frente a ese aparato del demonio...

La tercera mujer que quiero mencionar no entra en mis gustos físicos, ni siquiera remotamente. Tampoco la conocí por la televisión y ni siquiera tiene nada que ver con la idea general de este post, pero me enseñó mucho del sexo. Y eso siempre se debe agradecer. Anabel Ochoa, sexóloga y locutora de radio, entre otras cosas, murió hace unos días y su voz españolizada así como su genuino interés y conocimiento del tema que más arma y destruye a los humanos la hicieron agrupar todo un culto a su alrededor. Incontables fueron las noches que pasé semi-escondido en mi habitación escuchando por las noches su programa en un radio viejo de pilas. Pasaron años para poner en práctica las cosas, pero sé que al menos no confié toda mi educación de este tipo a mis amigos, ni mucho menos a unos fríos libros.

A las tres, por bellas a su manera, les dedico este post.

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