martes, 18 de noviembre de 2008

El día de mi punto de inflexión

El chaval de unos diez años llegó a la puerta principal del edificio. Se acercó al elevador que no sabía usar muy bien y después de un momento, un tipo sentado en un banco, y con cara de aburrido, abrió la puerta, la reja, y todos los tipos de protecciones que impedian la entrada/salida del cubiculo que va pa'rriba y pa'bajo.

Que aburrido ha de resultar ser elevadorista. Sentado, oprimiendo siempre los mismos botones, escuchando las mismas conversaciones, mirando la misma gente, llegando a los mismos mundos todo el tiempo.

El niño por fin dio con una amable secretaria, quien lo escuchó y lo hizo sentarse y esperar. Al poco rato, la treintona regresó con un par de libros, se los entregó y lo despidió, enviándolo de regreso al nivel del mar vía el miserable y único elevador del piso.

Días antes ese jovencito había contestado un par de preguntas sobre la historia de la independencia de México en un programa radiofónico y después de haber dado las respuestas correctas le habían indicado a dónde asistir a recoger su premio: más libros (¿para ganar más concursos?)

A pocos metros de regresar al elevador, un adulto con el mismo destino se acercó y probablemente queriendo lucir inteligente, amable, condescendiente (o sea, adulto profesional), tomó de las pequeñas manos uno de los libros que el mozalbete cargaba ya. El adulto profesional leyó el título y la contraportada a la misma velocidad y con el mismo respeto con los que probablemente leía las notas deportivas de cualquier periódico barato. Hecho eso, devolvió con magnificencia el libro y sentenció al niño con un: "ese libro te va a servir mucho".

El adulto era un locutor de radio saliendo de su turno, en sus tempranos cuarenta, voz favorecida, lentes de armazon negra gruesa, calvicie frontal, sin canas y formado su cuerpo como un barril.

Algo ocurrió, algo misterioso, increible y desconcertante. La lucidez llegó al niño a esa edad, revelándosele aquello que lo marcaria de por vida: ese adulto en cuestión era un idiota. Le tomó años, verdaderos largos años, entender lo que había percibido en ese instante de compartir el elevador con un adulto imbecil. ¿Por qué alardear sobre la influencia que un libro va a tener para un mozalbete si nunca lo has leído tú, mi estimado señor adulto con voz de inteligente y nada más?

Respetaba a los adultos por igual, de la misma manera que gustaba de los juguetes y las caricaturas sin distinción. El primer punto de inflexión en la curva del entendimiento humano - y en especial de las personas con derechos plenos - le llegó desde ese instante: no todos los adultos sin inteligentes, ni todos los inteligentes son adultos.

Décadas más tarde.

Ese día, en esa fiesta, regalaron libros. Entre las copas, la música, los cigarros, el baile, el ligue, el humo, las luces, las pláticas insustanciales, uno podía ir a ese rincón apartado, hojear los libros y tomar cuantos uno quisiera. Títulos de superación personal como "La aventura de ser esposa" y compilaciones banales como "Un regalo excepcional" eran la moneda común. "Juan Salvador Gaviota" estaba ahí también, y ese fue el clic, el detonador que me hizo recordar aquella mañana en el elevador con el señor gordito y estúpido que intentó lucir con sapiencia y terminó marcándose en mi memoria como el lamentable prototipo especímen que intento rodear en cada esquina de la vida.

Rescaté la gloriosa "Etica para Amador" de aquella orgía insípida de libros. "Juan Salvador Gaviota" se quedó ahí, como algo intrascendental. Nunca lo terminé de leer, y lo poco que lo exploré, no se quedó conmigo.

Lección, sugerencia, recomendación o lo que sea que era que pedías: no regales libros sin conocer a la persona. No regales libros sin haberlos tenido contigo. Nunca leas sin propósito. Piensa que lo que un libro te dejó a ti será muy diferente para alguien más, porque esas hojas palabras son como amantes, son como días.

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