A Betty Galeana, quien me hizo lector.
Rayuela es un fresco que Degas nunca pintó. Una película que a Kubrik no se le ocurrió. Una idea que los griegos no tuvieron. Una canción que Farinelli no pudo ejecutar. Un discurso que Descartes no escribió. Un respiro que el primer maratonista ya no sintió.
Rayuela es una bofetada de colores y argumentos, discusiones y personajes que si su mismo autor no lo hubiese sugerido, años habrían tenido que pasar para que alguien hubiese dado con la técnica correcta para leerlo: nunca en orden, jamás de un tirón. Largar, no ir.
Hay libros, como la Biblia, que se dicen aptos para ser abiertos y leídos en equis capítulo, ipso facto. Rayuela es otro. Vas al café, al parque, a tu cama, al baño, en el vuelo, en la tarde triste y aburida en el patio de tu casa, lo abres, y te sumerges. Y así te pierdes. Lector, autor, libro se funden para insultarse unos a otros. El lector trasgrede la memoria del autor dilucidando por qué demonios no fue un poco más claro en ciertas cosas. El autor le dice al lector lo intelectualmente ínfimo que es todo el tiempo, y el libro de los tres es el que más se divierte. Como cualquiera que atestigua el duelo de dos que pelean pero no se pueden dejar.
El argumento universal del amor se junta con la también universalidad de la vagancia y el eterno y ansiado placer de bohemias continuas, reflexiones sin fin y revelaciones inocuas y no tanto.
Si no fuese porque pertenecen a dos generaciones tan contrapuestas, pensaría que Cortázar aplicó los principios de un joven Gibson: probar cada droga disponible en este planeta. Y pensaría también que el resultado fue su ecuménica obra, tan grandilocuente que entre más escribo sobre ella, más pequeño más siento.
Julio - si tuteo a quienes no conozco tanto, ¿por qué no a alguien de quien ya he leído su mente? - no dejó libre practicamente ninguna arista del estilo literario. Lo mismo un pequeño poema aquí, un extracto de columna periodística acá, dramaturgia, relato en primera, tercera, quinta y ene persona, narración científica y empírica, hasta mi parte favorita, la invención de palabras que ayudan cuando las que existen simplemente resultan tontas.
Dentro de mi cuota de relatos eróticos con los que me he topado en cuanto libro puedas imaginar, este es mi favorito:
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavamente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y aramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la resta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.
Después de algo como eso, no queda más que prender un pinche cigarro, sonreir, y pensar en lo bueno es que haya habido tipos como Julio escribiendo cosas como Cortázar.
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