lunes, 13 de abril de 2009

Nena insistente

Saludar a alguien que no conoces para darte cuenta que el saludo de esa persona no iba dirigido a tu humanidad sino a alguien detrás de ti es una vergüenza común compartida por probablemente cada uno de los habitantes de este planeta. Después de ocurrir una treintena de ocasiones aprendes y te vuelves más cauto con tus saludos, volteas y te cercioras que efectivamente eres el individuo al cual el saludo busca.

O al menos es lo que he aprendido después de mil resbalones sociales.

El problema con volverte precavido es que entonces tiendes a ser muy precavido. Ahora te ahorras saludos y gestos y quedas como el mal amigo que ni siquiera volteó los ojos para reconocer a alguna amistad equis en la calle. Es un dilema: quedar como el tonto que saluda a todos sin ser requerido, o quedar como el maldito rompecorazones de pollo que no desea socializar con nadie. Hay que bailar entre ambos extremos para ir sobreviviendo a la marea de compromisos.

Hace unos días, y esto sí es una historia real, me encontraba sólo dentro del área de fumar de un restaurante bar. Cosa rara pero pedí vodkatonics y disfrutaba de mi cigarro en lo que hacía tiempo para la amena compañía. El lugar estaba atestado de familias vacacionistas que lejos de irse a meter a un lugar típico, optaban por abarrotar una cadena restaurantera que igual podían visitar en sus lugares de origen. Veía la televisión a falta de ponerme a tontear con el celular como chamaquito ansioso.

Tap tap.

La ventana del restaurante bar que dividía el mundo de los borrachos fumadores de las familias cubría todo, desde el piso hasta el techo, desde China hasta la Antartida. Volteé y un lindo pedacito de gente con cabello no muy largo, blusita color azul cielo y sonrisa pícara me observaba con curiosidad. Volteé hacia el televisor intentando mantenerme interesado en la vida a fondo de una escudería de fórmula 1 que ...

Tap tap.

Y ahí seguía, paradita, sonríendo y mirándome. Volteé sobre el sentido de su visión para descubrir a algún familiar jugando con ella a la distancia; era lo más lógico: alguien haciéndole gestos y yo estorbando con mis kilos en medio de ellos dos.

Pero no, no había nadie. Lo comprobé como ene veces.

Tap tap.

Le sonreí y se alegró. Envidié tener su edad (tres o cuatro años) y poder alegrarme que un extraño me sonriera. Levanté la mano y la saludé discretamente. Me saludó y se fue corriendo a la lejana mesa de mamá, papá, y compañía. Era una mesa tan lejana que realmente no podía ver dónde estaban ubicados desde mi posición. Es una distancia alcanzable facilmente con un lanzamiento al jardín central desde home.

¿Otro Vodkatonic, señor? ¡Sí! qué caray.

Tap tap.

La niña insistente regresaba a saludarme de nueva cuenta. Me sonreia, agitaba su manita y yo hacía lo mismo con mi manota unas cinco veces de tamaño más grande que la suya. De alguna manera un resorte interno le apretaba, la hacía brincar, se despedía de nuestra muda plática y se iba corriendo como quien no tiene miedo de romper algunas platos y causar molestias a otros comensales.

Sorbí plácidamene mi tercer vodkatonic - mi límite - y seguí mirando la televisión. Mucho había cambiado porque ahora yo quería seguir jugando con la niña traviesa de los saludos. Veía la pantalla pero cada cinco segundos giraba mi cabeza para ver si ya estaba parada en la ventanota. Escuchaba mentalmente tap taps que no ocurrían en realidad e intentaba buscarla allá en la lejanía de la zona de home run.

Ya nunca regresó. De entre tanto agitar la mano no supe distinguir cuales habían sido bienvenidas y cuáles despedidas.

Pasa.

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